26 - junio - 2025

Augusta Barnett: mi madre se movía con los tiempos. Por Arthur Miller

Lo que se ve desde el suelo es un par de botines negros y puntiagudos, uno de ellos moviéndose con nerviosismo, y más arriba la falda de color ciruela que asciende desde los tobillos hasta la blusa, y más arriba aún, la cara joven y redonda, y los cambiantes tonos de su voz mientras parlotea por el teléfono de pared con una de sus dos hermanas, actividad que proseguiría durante el resto de su vida, hasta que primero una y después la otra, gastaron el cable y desaparecieron en el cielo.
Baja los ojos entonces y ve que yo alzo los míos desde el suelo del vestíbulo, se inclina y trata de apartarme de sus pies. Pero es necesario que me recueste en su botín, y de muy arriba, por entre la falda y la oscuridad, la oigo reír con alegría ante mi insistencia.
Tiempo después, una perspectiva algo más elevada, a unos setenta y cinco centímetros del suelo: ella está sentada junto a la ventana de un sexto piso que da a Central Park, con el perfil aureolado por el sol vespertino, el cabello aún largo aunque recogido en un moño, los brazos gordezuelos embutidos en el algodón fino de las mangas de la blusa, encima de una falda más corta ya y de unas chinelas de terciopelo.
Apoya ambas manos en un libro abierto sobre el regazo mientras escucha con atención a un joven de gafas gruesas, pipa y barba corta, un estudiante de Columbia al que paga dos dólares por tarde todas las semanas, sólo por visitarla y hablar de novelas con ella. Apenas conoce a nadie, dentro o fuera de la familia, que haya leído un libro, pero ella es capaz de comenzar una novela por la tarde, reanudar la lectura después de cenar, terminarla hacia la medianoche y recordarla con detalle durante toda la vida. Se acuerda además del nombre de todos los miembros de la familia real británica y de sus primos alemanes. Pero su secreto motivo de envidia, que su desprecio pone al descubierto, es Madame Lupescu, la amante judía del rey Carol de Rumanía, y también, según piensa ella, cerebro de éste.

Vuelve a pasar el tiempo y la perspectiva se eleva ya a metro y medio del suelo: desde aquí la veo con zapatos de tacón alto y hebillas que imitan el diamante, un vestido negro de lentejuelas hasta la rodilla, y un sombrero negro y plateado de campana encima del pelo corto. Tiene los labios rojos de pintura. Tiene mucho pecho y redondos los brazos, y siempre que se acicala para salir acostumbra estirar hacia abajo el labio superior para afilar la nariz chata. Lleva diamantes en los dedos y arrastra por el suelo una piel de zorro plateado mientras promete volver a casa con la partitura de la música del espectáculo que van a oír, de Kern, de Gershwin o de Herbert, y que a la mañana siguiente interpretará al piano de cola Knabe y cantará con su alegre y algo chillona voz de soprano, muy en su punto, muy romántica, muy al día.
Mantiene alta la cabeza para alisar la papada, pero también por el incierto orgullo de ir con él, que es una cabeza más alto que ella, tiene ojos azules y una piel tan blanca que casi es transparente, y unos rizos rubios tirando a rojos que realzan su aspecto de concejal intachable, de persona a quien los policías se sienten movidos a saludar, los maîtres a buscar mesa, los taxistas a parar cuando llueve; un hombre que no comerá en los restaurantes donde el agua no se sirva en copa, un hombre que ha fundado una de las dos o tres industrias de confección más importantes del país en la época, y que no sabe leer ni escribir en ningún idioma.
Una perspectiva posterior: la casita de Brooklyn por la que ella se desplaza en zapatillas, suspirando, maldiciendo con una sonrisa de desprecio en los labios, echándose a llorar de súbito y conteniéndose acto seguido, manteniendo encendida la calefacción en invierno con el mínimo de carbón, ganando el dinero para comer en las mesas de bridge profesional que hay por todo Midwood, por todo Flatbush, donde se apuesta muy alto y donde hay ocasionales redadas de la policía, a cuyos agentes pide que la dejen ir a casa para hacer la cena. Se había hundido en la sentina de la Depresión, cuando desembocar en la comisaría por tratar de ganar un dólar no representaba, como muy poco tiempo atrás, el eclipse total de la respetabilidad. Mi madre se movía con los tiempos.

Este deseo de avanzar, de metamorfosis —aunque tal vez se trate de una capacidad para ser contemporáneo—, me fue concedido como una condición vital inexcusable y legitimada. Estar preparado para el cambio, estar en transición continua. Era lo que ella y mi padre habían sabido desde siempre. Ella había nacido en Broome Street, en el Lower East Side de Manhattan, su padre, Louis Barnett, un contratista textil, procedía de la aldea polaca de Radomizl.

Vueltas al tiempo, Arthur Miller, 1988.

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