25 - julio - 2025

Mi última casera. Sus habitaciones eran húmedas. Los desayunos repugnantes: huevos aceitosos, salchichas correosas. Su cara parecía un estofado. Un tenebroso cuento de Neil Gaiman.

Mi última casera. Por Neil Gaiman

Título original: Trigger Warning: Short Fictions and Disturbances
Neil Gaiman, 2015
Traducción: Laura Fernández & Mónica Faerna

¿Mi última casera? No tenía nada que ver con usted, nada en absoluto. Sus habitaciones estaban húmedas. Los desayunos eran repugnantes: huevos aceitosos, salchichas correosas, una plasta naranja de alubias estofadas. Su cara parecía un estofado. No era amable. Usted parece una persona amable. Espero que su mundo sea amable. Y con eso me refiero a que he oído decir que no vemos el mundo como es, sino tal como somos nosotros. Un santo ve un mundo de santos, un asesino sólo ve homicidas y víctimas. Yo veo a los muertos. Mi casera me dijo que no tenía intención de pasear por la playa porque estaba llena de armas: piedras enormes que caben en la palma de la mano, proyectiles arrojadizos en potencia. Llevaba muy poco dinero en el monedero diminuto, me dijo, pero le quitarían los billetes, impregnados con la grasa de sus dedos, y dejarían el monedero debajo de una piedra. Y el agua, decía: sumerge a cualquiera, gélida agua salada, gris y marrón. Pesada como el pecado, lista para arrastrarte: los niños desaparecían con facilidad, en el mar, cuando estaban de más o habían descubierto algo extraño que pudieran explicar a cualquiera dispuesto a escuchar. Había gente en el West Pier la noche que se quemó, me dijo. Las cortinas eran de un encaje polvoriento, y ocultaban todas las ventanas con vistas mugrientas a la ciudad. Vistas al mar: eso era irrisorio. La mañana que me vio apartar sus cortinas para ver si estaba lloviendo como es debido, me dio un golpecito en los nudillos.

—Señor Maroney —dijo—. En esta casa, no miramos el mar desde las ventanas. Trae mala suerte.

—Afirmó—: La gente viene a la playa a olvidar sus problemas. Es lo que hacemos. Es lo que hacemos los ingleses. Descuartizas a tu novia porque está embarazada y te preocupa lo que pueda decir tu mujer si lo descubre. O envenenas al banquero con el que te acuestas, por el seguro, te casas con una docena de hombres en una docena de pueblecitos costeros.

Margate. Torquay. Dios los ama, pero ¿por qué tienen que estar tan inmóviles? Cuando le pregunté quién, quién estaba tan quieto, me dijo que no era de mi incumbencia, y que recordara salir de la casa entre el mediodía y las cuatro, porque venía la asistenta, y yo la molestaría, siempre entrometido.

Había estado tres semanas en ese hostal, mientras buscaba algo estable. Pagaba en metálico. Los demás huéspedes eran solteros que estaban de vacaciones, y les daba igual si aquello era el cielo o el infierno. Nos comíamos juntos nuestros huevos aceitosos. Los veía pasear cuando hacía buen día, o apiñarse bajo los toldos si llovía. A mi casera sólo le importaba que se marcharan de la casa hasta la hora del té.

Un dentista jubilado de Edgbaston, que había venido buscando una semana de soledad y lloviznas junto al mar, me saludaba con la cabeza durante el desayuno, o cuando nos cruzábamos en el paseo marítimo. El servicio estaba en la otra punta del pasillo. Yo estaba despierto por la noche. Lo vi con la bata puesta. Lo vi llamar a la puerta. Vi cómo se abría. Él entró. Y no hay nada más que contar.

Me encontré a mi casera durante el desayuno, radiante y alegre. Dijo que el dentista se había marchado pronto debido a una muerte en la familia. Y decía la verdad. Aquella noche la lluvia repicaba en las ventanas.

Pasó una semana y llegó la hora: le dije a mi casera que había encontrado una casa y que me marchaba, y pagué el alquiler. Esa noche me dio un vaso de whisky, y luego otro, y me dijo que yo siempre había sido su preferido, y que ella era una mujer con necesidades, un fruto maduro, y sonrió, y fue el whisky lo que me hizo asentir, y pensar que quizá su rostro y su figura no fueran tan amargos. Y por eso llamé a su puerta aquella noche. Ella la abrió: recuerdo su piel blanca. Su camisón blanco. No puedo olvidarlo.

—Señor Maroney —susurró.

Yo alargué la mano hacia ella y ése fue el fin.

El canal estaba frío y salado, y ella me llenó los bolsillos de piedras para sumergirme. Y cuando me encuentren, si me encuentran, podrían confundirme con cualquiera, los cangrejos se habrán comido mi carne y el mar erosionará mis huesos. Creo que me gustará mi nueva casa, aquí en el paseo marítimo. Y vosotros me habéis acogido muy bien. Me habéis hecho sentir aceptado. ¿Cuántos somos? Nos veo, pero no puedo contar. Estamos apiñados en la playa y miramos fijamente la luz de la habitación más alta de su casa. Vemos cómo se mueven las cortinas, vemos una cara pálida mirando con furia a través de la mugre. Parece asustada, como si un día desafortunado pudiéramos cruzar las piedras de la playa para llegar hasta ella y reprocharle su falta de hospitalidad, recriminarle sus terribles desayunos, sus amargas vacaciones y nuestros destinos.

Estamos tan inmóviles. ¿Por qué tenemos que estar tan inmóviles?

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