25 - agosto - 2025

“Resaltar lo que une a los pueblos en vez de separarlos”. El Legado de Erasmo de Rotterdam según el gran escritor Stefan Zweig

Por Stefan Zweig (1881-1942)

En Florencia, por esa misma época, cuando el moribundo Erasmo califica su legado espiritual de concordia europea como la misión más noble de las generaciones venideras, aparece uno de los libros más decisivos y atrevidos de la historia mundial, el tristemente célebre Príncipe, de Nicolás de Maquiavelo. En este texto, que enseña con precisión matemática cómo lograr sin la menor contemplación el poder y el éxito en la política, se formula tan palmariamente como en un catecismo el principio opuesto al erasmista. Mientras que Erasmo exige de los príncipes y pueblos que subordinen voluntaria y pacíficamente sus intereses egoísta-imperialistas a la comunidad fraternal de toda la humanidad, Maquiavelo eleva la voluntad de poder, de fortaleza de cada príncipe y de cada nación a objetivo supremo y único de sus pensamientos y actos. Todas las fuerzas del pueblo tienen que servir al espíritu nacional con la entrega de una creencia religiosa. La razón de Estado, el máximo despliegue de la propia individualidad tiene que ser para ellas el único fin visible y la finalidad del desarrollo histórico, y su imposición sin contemplaciones la tarea más elevada de la historia. Para Maquiavelo el sentido último es el poder y su despliegue; para Erasmo, la justicia.

He aquí, pues, en forma espiritual, las dos grandes y eternas formas fundamentales de toda política en cualquier tiempo: la práctica y la ideal, la diplomática y la ética, política de Estado y política humanista. Para Erasmo, que contempla el mundo filosófica-mente, la política pertenece en el sentido de Aristóteles, Platón y Tomás de Aquino, a la categoría de la ética: el príncipe, quien dirige el Estado, tiene que ser sobre todo servidor de Dios, exponente de ideas morales. Para Maquiavelo, el diplomático profesional, familiarizado con los aspectos prácticos de las cancillerías, la política es en cambio una ciencia amoral y completamente independiente, tiene tan poco que ver con la ética como con la astronomía o la geometría. El príncipe y el estadista no tienen que soñar nada respecto a la humanidad, ese concepto vago e indefinido, sino contar sin sentimentalismos con hombres y mujeres como único material tangible dado de cuyas fuerzas y debilidades aprovecharse en beneficio propio y en el de la nación empleando a fondo la psicología. Clara y fríamente, como jugadores de ajedrez, tienen que evitar ser considerados e indulgentes con sus adversarios y ganar para su pueblo con todos los medios -permitidos y no permitidos- el mayor beneficio y predominancia alcanzables. Poder y extensión del mismo son para Maquiavelo el deber supremo, y el éxito el derecho decisivo de un príncipe, de un pueblo.

En el ámbito de la historia real es evidente que la pretensión maquiavélica de glorificar el principio de la violencia ha sabido imponerse. Lo que ha determinado desde entonces el dramático desarrollo de la historia europea no ha sido una política de la humanidad, pactista y conciliadora, no ha sido «el erasmismo», sino una política de poder señorial en el sentido del Príncipe, decidida a aprovecharse de cualquier circunstancia. Generaciones enteras de diplomáticos han aprendido su frío arte de los libros de cálculo político del cruel y agudo florentino, las fronteras entre las naciones se han trazado y vuelto a trazar una y otra vez a sangre y hierro. El “contra” y no el “con” ha hecho surgir energías apasionadas en todos los pueblos de Europa. En cambio, hasta ahora el pensamiento de Erasmo nunca ha configurado la historia ni tenido una influencia perceptible en la formación del destino europeo: el gran sueño humanista de disolver las contradicciones en el espíritu de la justicia, la ansiada unificación de las naciones bajo el signo de una cultura común ha seguido siendo una utopía no realizada y quizá nunca realizable en nuestro mundo real.

Pero en el mundo espiritual todos los contrarios tienen cabida: también lo que nunca triunfa en la realidad permanece en ella como una fuerza dinámica y son precisamente los ideales no cumplidos los que se revelan invencibles, Que una idea no se haga realidad no quiere decir que esté vencida o sea falsa; una necesidad, aunque se la demore, no es menos necesaria, al contrario: sólo los ideales que no se han consumido o comprometido porque no se han realizado siguen teniendo efecto en cada nueva generación como un elemento de impulso moral. Sólo los nunca cumplidos retornan eternamente. Por eso, en el ámbito del espíritu no es una devaluación que el ideal humanista, erasmista, este primer intento visible de una reconciliación europea, no haya llegado nunca a imponerse y apenas haya tenido efecto político: no es propio de la voluntad de estar por encima de los partidismos convertirse a su vez en partido y mayoría. Difícilmente podría esperarse que la forma de vida más sagrada y sublime, la serenidad goethiana, pueda ser nunca ni forma ni contenido del alma de las masas. Todo ideal humanista que agudice gradualmente la mirada del mundo y la claridad del corazón está determinado a ser siempre espiritual y aristocrático, dado a pocos y administrado por éstos de espíritu en espíritu y de generación en generación como una herencia, pero, a pesar de ello, esta fe en un futuro destino común de la humanidad nunca se perderá del todo, ni siquiera en un tiempo de máxima confusión. Lo que Erasmo, este anciano decepcionado y sin embargo imposible de decepcionar, dejó como legado en medio del desorden total de las guerras y los conflictos europeos no es sino el sueño, antiquísimo, pero siempre actual, de todas las religiones y mitos: la humanización venidera e imparable de la humanidad y el triunfo de la razón clara y justa sobre las pasiones egoístas y efímeras. Este ideal, esbozado por primera vez pragmáticamente con mano insegura y a menudo temerosa, ha animado con esperanza siempre renovada la mirada de diez y veinte generaciones de europeos. Nada de lo que se ha pensado y dicho con espíritu claro y pureza moral es completamente en balde; aunque se perfile con mano débil y definición insuficiente, estimula al espíritu a perfeccionarse moralmente en formas siempre nuevas. Quedará para la gloria de Erasmo, vencido en la tierra, haber mostrado en sus obras el camino a la idea de la humanidad, a esta idea simple y al mismo tiempo eterna de que la tarea suprema de la humanidad es ser siempre más humana, más espiritual, más comprensiva. Su discípulo Montaigne -para el que «la inhumanidad es el peor de todos los vicios», un vicio «que je n’ay point le courage de concevoir sans horreure>>- repetirá más tarde el mensaje de la razón y la tolerancia. Spinoza exige, en vez de la ceguera de las pasiones, el amor intellectualis. Diderot, Voltaire, Lessing, escépticos e idealistas al mismo tiempo, combaten el empequeñecimiento de las mentes en pro de una tolerancia universal. Schiller vivifica poéticamente el mensaje del cosmopolitismo. Kant reclama la paz perpetua. También en Tolstoi, Gandhi y Rolland reivindica repetidamente el espíritu de conciliación, con la fuerza de la lógica, su derecho moral frente a la ley del más fuerte. Una y otra vez se abre paso la fe en la posibilidad de una pacificación de la humanidad precisamente en los momentos de más encendida discordia, pues la humanidad nunca podrá vivir ni crear sin el consuelo de esta ilusión de progreso moral, sin el sueño de una última y definitiva conciliación. Y por mucho que haya calculadores sagaces y fríos que repitan la falta de perspectivas del erasmismo y la realidad parezca darles la razón, siempre será asimismo necesario que haya quien resalte lo que une a los pueblos en vez de separarlos y renueve en el corazón de la humanidad la credibilidad de la idea de una época futura más humana. En este legado late con gran fuerza creadora una promesa, pues sólo lo que señala a un espíritu común a todos los seres humanos por encima del propio espacio vital dará fuerza a la fuerza del individuo. Los hombres y los pueblos sólo presienten su verdadera y sagrada magnitud midiéndose con retos que parecen irrealizables y van más allá de lo personal.

ERASMO DE ROTTERDAM. TRIUNFO Y TRAGEDIA DE UN HUMANISTA

Traducción: Rosa S. Carbó

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